miércoles, 21 de noviembre de 2007

El Encuentro Armado de La Nazca

Diario Noticias de Nasca - Julio de 1941


EL ENCUENTRO DE “LA NAZCA” (1)


Autor: César Reyes Carrera

La primavera de 1820 llegaba a estas tierras occidentales del Continente, 287 años atrás, el Sol del incario había muerto para siempre; un astro reemplazaba la milenaria tarea de iluminar los campos, y recorría los equinoccios y solsticios, que antes cruzara el rubicundo y alegre Inti de nuestros antepasados. Dos siglos y medio de vida, y salvo esporádicos destellos de rebeldía y libertad; la primavera de las almas se había alejado de la inhóspita costa del Perú. 287 años atrás, Atahualpa moría con la infamante pena del garrote, víctima de la voracidad y rapacería ibérica. Era el ocaso de un imperio poderoso, era el choque de dos civilizaciones: la inca y la ibérica; era la fusión de dos gérmenes históricos, en uno nuevo cuyo espíritu dio visibles muestras de vida en aquella gloriosa primavera de 1820. Nuevamente el sol espectaba la lucha de dos pueblos; el uno joven, vigoroso y rebelde, el otro arcaico, senil y conservador; el criollo y el español; se ésta lucha debería surgir el nuevo destino de la patria.
Era octubre, se iniciaba el segundo mes de las flores, las doncellas cantaban himnos a la reina de las madres, las campanas por la noche anunciaban las novenas en la iglesia. Los campos se cubrían con floreado mantel de esmeraldas. Los hombres trabajaban; los indios seguían siendo esclavos; pero ya un viento de libertad había llegado a nuestras playas, para extenderse en el amplio horizonte costeño. Tal el panorama de Nasca por aquel año. Una pequeña villa de escasa población; casas por doquier, cuatro o cinco calles desoladas, y terrosas, un jardín a la española en plena Plaza de Armas, y un inaudito trajinar de militares y caballos en el pueblo. Los vecinos azorados espectaban tan inesperado movimiento, que turbaba la paz y la tranquilidad de la villa. Profunda incertidumbre reinaba en sus espíritus. Era una tropa española acantonada en el poblacho. Don Manuel Quimper, oficial de la marina real y el noble conde de Montemar, se habían visto forzados a refugiarse en Nasca, para eludir todo encuentro con los efectivos de San Martín, que a la sazón acampaban en la Bahía de Paracas.
El 7 de setiembre San Martín pisaba las playas sureñas. Pisco acogía jubiloso al cuerpo expedicionario. El general enfermo y afiebrado lanzaba su primer proclama. “Ya hemos llegado al lugar de nuestro destino, solo falta que el valor consume la obra de la constancia”. Piquetes de caballería trotaban por los campos en busca de caballos. Juan Antonio Alvarez de Arenales organizaba en Huarato su ejército expedicionario. Quimper había abandonado la ciudad y era preciso darle alcance.
3 de octubre. Pisco alborozado despide a las huestes de Arenales; marchaba a Ica con el fin de internarse a nuestras serranías. Con grandes penurias y sin huellas de españoles, Arenales penetra a Ica y hace jurar la independencia. Quimper, no estaba. La etapa inicial estaba cumplida; los Andes milenarios esperaban a los soldados; mas esto no era posible con un ejército español en las espaldas, precisaba derrotarlos, aniquilarlos o arrojarlos mas al Sur. Con tal objeto el comandante Rufino Guido al frente de los “Granaderos del Perú” sale en busca de las tropas virreynales. Guido llega hasta Palpa y retorna sin noticias del enemigo. Siendo de urgente necesidaddar alcance a los españoles en retirada, Arenales les despacha un segundo grupo de soldados: 160 hombres, ochenta de caballería y ochenta de infantería al mando de su segundo jefe, el Comandante Rojas.
Sale Rojas al frente de sus tropas. Inmensos guarangales en ondulante ritmo saluda el paso de los 160 valientes. Luego, un inmenso despoblado se descubre a la vista, que avizota en lontananza el espejismo caldeado de un mundo árido, estático y sin vida. La Pampa de Huayurí, extensa, arenosa e inhóspita percibe el paso firme de un ejército libertador, así como días antes, había sufrido la apresurada marcha de otros soldados, que sin huellas de batalla, retirábanse apresurados hacia el sur. Ni una sombra acogedora, ni un arroyo para calmar la sed; solo el viento, la inevitable paraca que ya los saludara en Pisco y la constante arenilla fastidiando los ojos, empolvando el uniforme y enterrando los fusiles, eran los únicos testigos de la intrépida y silenciosa marcha a través del desierto. Luego coloreando el panorama de campos grises y tediosos, pequeñas franjas verdosas se descubre a la vista. El río de Huayurí, los intrincados laberintos de Chillo, el milenario río Grande, y al fin la histórica quebrada de “la Nazca”. Rojas iba al encuentro del enemigo.
En Nasca la incertidumbre para el pueblo y la confianza para los soldados. Quimper, pasados los primeros días de ajetreos; esperaba sereno, tranquilo, y confiado el momento de retornar a Ica y dar el golpe mortal al enemigo. Seguro del desierto, no pensaba que las huestes libertarias se aventuraron hasta ellos, creía tenerlo por aliado. Pero hasta el desierto ofrecía la mano a los intrépidos llegados desde Chile. Así, entre días tranquilos, la calma volvía a reinar en el villorrio. Mas un día, llega lo increíble, coge a Quimper de sorpresa. El 15 de octubre un vecino lleva la voz de alarma. Ha visto los efectivos de Rojas. ¡Los patriotas están a las puertas de la ciudad! Quimper palidece, el pueblo sonríe callado, se acerca la hora de la liberación. Rojas había llegado. Su marcha silenciosa no fue advertida. Un día antes, ya sus tropas acampaban enlas afueras del poblacho. El comandante planeaba tomar la plaza por sorpresa. Pero al amanecer sus planes caen al vacío. ¡Quimper estaba advertido! La cercanía del peligro desconcertó a los realistas. El temor y el alboroto reinaba por las calles. La tropa se aprestaba para la fuga. Era preciso huir mas al sur, para salvar la derrota. La intrepidez de los patriotas deprimía al ánimo de los peninsulares; el terror hacía de cada criollo un gigante invencible y fiero. Había que salvarse. Pero Rojas estaba decidido a destruirlos. El secreto del triunfo dependía de la rapidez en la maniobra. Da órdenes. Los capitanes Juan lavalle y Federico Brandzen, al mando de cuarenta hombres cada uno, deberían irrumpir al galope por las calles de la villa. El Valiente Suárez, Vicente Suárez, teniente de cazadores debería posesionarse en lugar estratégico para cortar la retirada. Inmediatamente el plan entra en acción. Los guapos capitanes penetran al galope por las calles de la población. Los españoles sin tiempo para la fuga son presa del pavor; el ejército se derrumba por el miedo, nada organizado puede intentarse. Quimper y Montemar procuran evadir la furia titánica de solo ochenta valientes. Las calles se empolvan al tropel de los jinetes. Los soldados corren, el pánico cunde; los relinchos de las bestias y el tropel de sus cascos, hacen coro a la entrada triunfal. Mas que una batalla, fue una feroz matanza. El fusil, el sable y los cascos de los brutos derriban españoles por doquier. Las calles sembradas de cadáveres y sangre estaban cubiertas de polvo. Ya no había ejército. Unos pocos salvaron junto con Quimper y Montemar, los otros se rindieron.
Los fugitivos tratan de reorganizarse con intenciones de salvar el nuevo desierto y alejarse mas al sur. Pero Suárez a la expectativa trata de impedirlo, y otra matanza se desencadena sobre aquellos pavorosos soldados de Pezuela. Los hombres “acuchillados por la espalda” van quedando en el campo verde, como trágico saldo de la primera escaramuza entre patriotas y realistas. El suelo quedó sembrado de cadáveres y despojos. Unos cuantos se perdieron en la lejanía, envueltos en polvo y cubiertos de miedo y terror. Los gigantes venidos de Chile eran invencibles. Cada soldado expedicionario, era un Hércules para aquel ejército en derrota. Hacía solo 38 días que San Martín Llegó a Paracas y ya sus huestes habían desorganizado y derrotado los primeros efectivos que Pezuela puso en su camino. Ochenta prisioneros, doscientos fusiles e innumerables pertrechos de guerra son el botín de la matanza.
Nasca vive intensas horas de júbilo y fervor libertario. Recibe al triunfador con repiques de campanas y vítores sinceros. Todo el pueblo respira la nueva primavera. Las sonoras trompetas de libertad llegaban a la villa. Aun quedaban los cadáveres y el penetrante olor de la pólvora impresos en la mente de quienes espectaron tan hermosa jornada.
Suárez incansable persigue a los fugitivos. Nuevos desiertos son escenarios de su marcha. Acarí recibe con gran alborozo al oficial victorioso. Quimper seguía corriendo mas al sur. Gran cantidad de caudales reales y una bandera del Estado Mayor, son los trofeos que recoge en Acarí. La población aclama al héroe; tanto era el entusiasmo que Suárez maravillado exclamaba: “el sentimiento de la revolución cunde en el Perú a modo de fuego eléctrico”. Nombra nuevas autoridades y luego de instaladas, emprende su marcha de retorno a Nasca.
Rojas quedó el tiempo necesario para reaprovisionar sus tropas, descansar y pertrecharse de víveres y bestias. Nasca estaba de fiesta. Era la cuarta población que recibía la independencia de manos de los patriotas. Rojas a nombre de San Martín constituye las primeras autoridades locales. Nombra el nuevo cabildo y hace jurar la independencia en la Plaza de la ciudad. Un rústico madero es clavado en el corazón de aquel parque terroso pero alegre.(2) “El palo de la libertad”; recuerdo de la primera batalla ganada a las fuerzas peninsulares. Recuerdo del primer grito de libertad obtenido sobre los cadáveres de muchos españoles. Lástima que aquel galardón de una gloria pasada, haya desaparecido del lugar que la posteridad le designó. Era el regalo de un puñado de patriotas al pueblo que lo acompañó en su lucha. Era rústico, torcido. ¡Que importaba! Solo un guarango podía simbolizar el acto realizado. Ambos eran fuertes e indestructibles, pese al empuje de los siglos. Hace pues, 121 años que aconteció el suceso que narramos. Hace 121 años, que 160 hombres nos legaron un recuerdo. ¡La libertad! Esta no se defiende con palabras, son los hechos los que nos llevan a obtenerla. Recordémoslo siempre, porque años trágicos se avecinan en el horizonte de América.
El éxito del encuentro de Nasca, fue el comienzo de la victoriosa campaña de Arenales. El general en Ica, esperó el retorno de los vencedores con el grueso de sus tropas tomó la ruta de los Andes, y atravesando el desfiladero de Castrovirreyna, se internó en las serranías del Perú, paseando su bravura y su coraje por los extensos valles del Mantaro y de Huallaga.
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(1) Hay quienes afirman que el encuentro se realizó en “Changuillo”, pero la realidad y los hechos indican a Nasca como el lugar efectivo.
(2) Se pretende afirmar que San Martín fue quién clavó aquel famoso palo. Otros aseguran que lo hizo Arenales. Pero los hechos históricos nos indican que el primero en pisar suelo nasqueño fue el Comandante Rojas y que ni San Martín ni Arenales pasaron por Nasca.

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